A modo de presentación.
Hitler fue elegido. También Bolsonaro, Trump, Putin… La pena de muerte es perfectamente legal en USA y muchos otros países democráticos. Por decisiones democráticas estamos amenazados con la destrucción nuclear, quemamos combustibles fósiles o regulamos nuestro sistema laboral de modo que permite privilegiados con fortunas inabarcables y colas del hambre y la miseria. Todo legal.
La Desobediencia Civil es hoy un modo de intervención necesario para luchar » contra la inercia de las instituciones, la ceguera del poder político», la desregularización de la economía o las prácticas militares, policiales y judiciales abusivas.
Presentamos aquí la traducción de dos capítulos de El Imperativo de Desobediencia, de Muller, donde plantea la obligación ciudadana de «poner a prueba la legitimidad de la ley para, si es necesario, romper con su marco tranquilizador». La Desobediencia Civil puede y debe contribuir a la respiración de nuestras asfixiadas democracias.
La Desobediencia Civil, garantía de la Democracia. Por J-M Muller.
El valor cívico de la disidencia.
Hoy nadie plantea seriamente que la “democracia” no sea el proyecto político que mejor se corresponde con la idea de una sociedad de justicia y libertad. Pero ¿Qué es la “democracia”? El concepto mismo se encuentra envuelto en una ambigüedad fundamental. Según su origen etimológico (demos: pueblo; cratos: poder) la palabra democracia puede comprenderse como “el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo”. Pero la palabra democracia significa, sobre todo, un gobierno que respeta las libertades y los derechos del ser humano, de cada persona y de todas las personas. Estos dos significados no son contradictorios en sí mismos, pero puede llegar a serlo. Para lograr la democracia, el pueblo debe llevar dentro de sí la exigencia ética que fundamenta el ideal democrático. La democracia es una apuesta por la sabiduría del pueblo. Sin embargo, esto último no siempre lo vemos en el acontecer político. El pueblo puede llegar a ser una multitud, y la pasión se apodera más fácilmente de una multitud que la razón. La democracia es, pues, siempre relativa, incompleta, inacabada, nunca conseguida del todo, siempre a conquistar.
La democracia pretende fundamentar su legitimidad sobre la ley del número. Pero esto puede no corresponder con el derecho. La ley de la mayoría – puesto que cada vez que se dice “el pueblo” hay que entender “la mayoría del pueblo”- no garantiza el respeto a la exigencia ética que fundamenta la democracia. La dictadura del número puede ser más implacable que la tiranía de uno solo. La mayoría es una noción puramente cuantitativa, no tanto cualitativa. Que una opinión sea mayoritaria no implica de ninguna manera que sea legítima y obligue a los ciudadanos a la obediencia. ¿Qué ocurre cuando la voluntad de un gran número, es decir, “la voluntad del pueblo”, se acomoda a la injusticia? Para el ciudadano responsable no puede haber duda: la exigencia ética debe primar sobre la voluntad de la mayoría, el derecho debe prevalecer sobre el número. En verdadera democracia, el respeto al derecho es más obligatorio que el respeto al sufragio universal.
La ciudadanía no debería estar basada en la disciplina colectiva de todos, sino en la responsabilidad y, por tanto, en la autonomía personal de cada uno. Ya he dicho otras veces, y la historia nos lo confirma, que la democracia, con mucha frecuencia, está más amenazada por la obediencia ciega de los ciudadanos que por su desobediencia. En realidad, la obediencia pasiva de los ciudadanos constituye la fuerza de los regímenes arbitrarios y totalitarios. En nombre de su conciencia, cada persona puede y debe oponerse a la ley de la mayoría cuando esta genere una injusticia específica. La democracia debe respetar no sólo la libertad de opinión y la libertad de expresión, sino también la libertad de conciencia. El libre asentimiento a la ley, que fundamenta el pacto democrático, implica el derecho a la disensión. El ciudadano sólo es libre para obedecer si es libre para desobedecer. Existe, pues, un civismo de disensión, una disidencia cívica, una desobediencia civil que, en nombre del ideal democrático, rechaza someterse a la ley de la mayoría. La desobediencia civil se presenta como algo necesario para la respiración de la democracia. Lejos de debilitar a la democracia, la protege y la refuerza. “Hacen falta muchos indisciplinados para hacer un pueblo libre”, decía Bernanos. (Georges Bernanos. Les enfants humiliés. Paris. Gallimard. 1949, p.77.)
Según la teoría del Estado que ha prevalecido hasta el presente en nuestras sociedades, la obediencia a la ley de la mayoría es uno de los fundamentos esenciales de la democracia. Prácticamente es la ley del número la que manda en la democracia. Pero la ley del número puede no corresponderse con la exigencia del derecho. Y, en ese caso, nadie duda que el derecho debe prevalecer sobre el número.
La función de la Ley. La desobediencia como respiración de la Democracia
Toda vida en sociedad implica la existencia de leyes. Si queremos jugar juntos, es preciso que elaboremos las reglas del juego. Y el juego sólo es posible si cada uno las respeta. Por tanto, no tendría sentido, en nombre de un ideal de no-violencia absoluta, concebir una sociedad donde la justicia y el orden pudieran estar aseguradas por la libre decisión de cada uno, sin que sea necesario recurrir a prohibiciones, obligaciones o exigencias impuestas por la ley. Esta última cumple una función social que no se puede negar: la de obligar a los ciudadanos a un comportamiento razonable, de modo que no pueda darse rienda suelta ni a la arbitrariedad ni a la violencia. No sería justo, pues, considerar las obligaciones impuestas por la ley sólo como obstáculos a la libertad: son, en primer lugar, las garantías para ella. Al prohibir apropiarse del bien de otros, la ley garantiza la seguridad de mi propio bien. Las leyes justas son el fundamento mismo del Estado de derecho. Una sociedad sin leyes puede significar tanto el reino del caos como el reino del terror. Una sociedad sin leyes permite el libre desarrollo de la criminalidad y la organización de redes mafiosas. Mientras que la ley cumpla su función al servicio de la justicia, merece el respeto y la obediencia de los ciudadanos.
Es natural que en democracia el poder político goce de una presunción de legitimidad; pero esto no es indiscutible, es decir, que es posible aportar evidencias en contra. Cuando la ley respalda o genera ella misma la injusticia, merece la desobediencia de los ciudadanos. La legalidad de las disposiciones prescritas por el Estado no es suficiente para fundamentar su legitimidad. La obediencia a la ley no exime al ciudadano de su responsabilidad. La democracia exige ciudadanos responsables y no individuos disciplinados.
Por esta razón, precisamente, el deber de desobediencia civil a una ley, a un reglamento o a una orden injusta, concierne muy particularmente al ciudadano-funcionario. El código deontológico de los agentes del Estado debería precisar, explícitamente, que todo funcionario debe negarse a obedecer no sólo una orden ilegal, sino también, una orden ilegítima. Conviene, pues, que en una democracia los poderes públicos elaboren protocolos oficiales sobre las obligaciones de los funcionarios concernidos por tales órdenes. Esos protocolos deben remarcar que las administraciones públicas tienen un papel estratégico muy importante en la defensa del Estado de derecho. Por tanto, la deontología de los funcionarios, como toda deontología, no puede estar definida sólo por referencia a disposiciones jurídicas, sino que debe, imperativamente, ser referida a exigencias éticas.
Sumisión a la autoridad: Los experimentos de Stanley Milgram.
Nuestras sociedades están dominadas por una cultura de la obediencia. Desde su primera infancia la criatura humana es “formateada” para obedecer. Debe obedecer en su familia, y debe obedecer en el colegio. Todo coincide, en su educación, para convencer al niño de que la obediencia es un deber y una virtud y que, por consiguiente, la desobediencia es una mala acción. Cuando se hace adulto debe, además, obedecer en su vida profesional y en su vida cívica, y en su momento, al ejército. Si practica una religión, la obediencia le será presentada como la garantía de su fidelidad y también de su salvación. Así, el individuo debe obedecer siempre a sus “superiores” y la desobediencia es estigmatizada como falta grave que, como tal, pide sanción en forma de castigo.
Numerosos experimentos han mostrado que los seres humanos son capaces de crueldad con otras personas indefensas, sin otro motivo que la sumisión a la autoridad. Esto es un descubrimiento del que aún estamos lejos de haber sacado todas las conclusiones, sobre todo para una ética del ejercicio del poder. Entre esos experimentos, los llevados a cabo por el psicosociólogo americano Stanley Milgram, y que recoge en su libro Soumission à l’autorité (Stanley Milgram. Sumissión à l’autorité. Paris. Calmann-Lévy. 1974) son, quizá, los más significativos.
En 1960 el laboratorio de psicología de la Universidad de Yale lanza una investigación sobre la memoria y, muy concretamente, sobre los efectos del castigo en el proceso de aprendizaje. A tal fin recluta, por anuncios en la prensa local, a las personas que acepten participar en la investigación. El investigador pide a cada una de esas personas aplicar a un “alumno” castigos cada vez más severos, por medio de descargas eléctricas de intensidad creciente, cada vez que cometa un error. El “alumno” es en realidad un actor que no recibe descarga eléctrica alguna, pero que debe expresar sufrimiento y protestar cada vez más vehementemente. A 75 voltios, gime; a 150 voltios, súplica que se pare el experimento; a 285 voltios, su única reacción es un grito de agonía. “Para el sujeto, precisa Milgram, la situación no es un juego sino un conflicto intenso y muy real. Por una parte, el sufrimiento manifiesto del alumno le incita a pararse; por otra, el investigador, la autoridad legítima, frente a la que se siente comprometido, le urge a continuar. Cada vez que duda para administrar una descarga, recibe la orden de continuar. Para salir de esa situación insostenible debe, pues, romper con la autoridad” (Ibid., p.20.) Nadie se negó a participar en el experimento, y casi dos tercios aceptaron incluso continuarlo hasta el nivel de descarga eléctrica más elevada del simulador. Milgram resume así la conclusión esencial de su estudio:
“Personas normales, desprovistas de toda hostilidad, pueden, cumpliendo simplemente con su obligación, convertirse en ejecutores de un terrorífico proceso de destrucción. Además, incluso cuando no les es posible ignorar los efectos funestos de sus actividades profesionales, si la autoridad les pide actuar en contra de normas fundamentales de la moral, raros son los que tienen los recursos interiores necesarios para resistirse a ello”. (Ibid. p. 22.)
La obediencia a los mandatos judiciales y a las órdenes de la autoridad es uno de los factores principales del comportamiento humano. “Podemos constatar, escribe Hannah Arendt, que el instinto de sumisión a un hombre fuerte ocupa en la psicología humana un lugar al menos tan importante como la voluntad de poder y, desde un punto de vista político, quizá más significativo”. (Hannah Arendt, Du mensonge à la violence, op.cit., p.148) Entre todas las reglas sociales interiorizadas por la persona desde su primera edad, el respeto a la autoridad ocupa un lugar central y preponderante. Sin embargo, este condicionamiento nunca es total y, al hacerse adulta, la persona adquiere una relativa autonomía personal, dándose algunas reglas de conducta en función de ciertos criterios morales que ella misma ha elegido. Pero desde el momento en que está incorporada en una organización jerarquizada, su modo de comportamiento se encuentra profundamente modificado. Corre el riesgo entonces de perder lo esencial de sus adquisiciones personales: su vida intelectual, moral y espiritual puede sufrir una regresión importante. El individuo se encuentra colocado en una situación de dependencia en relación a los otros miembros de la colectividad y, más aún, en relación a quien la colectividad reconoce como su jefe. Según Freud, “más bien que animal gregario, el hombre es un animal de tribu, es decir, un elemento constitutivo de una tribu guiada por un jefe”. (Sigmund Freud, Essais de psychanalyse, Paris, Petite Bibliothèque Payot, 1981, p.34.) Y precisa:” El individuo renuncia a su ideal del yo en favor del ideal encarnado por el jefe”. (Ibid., p.158.) En la sumisión del individuo a la autoridad hay, al mismo tiempo, una parte de obligación, que resulta de múltiples presiones, y una parte de consentimiento; y es muy difícil decir cual es la medida exacta de cada una de ellas. La inclinación del individuo a la sumisión se encuentra fuertemente reforzada por las recompensas que ofrece la obediencia y los castigos que sancionan la desobediencia. La persona que ejerce la violencia por obediencia a la autoridad se contenta generalmente con “cumplir con su deber”. No quiere tener en cuenta el valor moral indiscutible de esta regla de conducta, tratando de ocultar la inmoralidad de lo que hace. El valor moral de la obediencia prevalece sobre la inmoralidad de la orden. El sujeto puede entonces convencerse de que hace bien en obedecer, incluso si lo que hace es malo. Mientras obedece está preocupado, sobre todo, por ejecutar correctamente la orden recibida, de modo que satisfaga a la autoridad que confía en él. La preocupación técnica tiende a borrar en el sujeto obediente toda preocupación ética.
La obediencia instrumentaliza a quien se somete a las órdenes de la autoridad. El sujeto obediente se apoya en la autoridad para decidir su conducta y la legitimidad de la misma. Para el individuo sumiso, la legitimidad de la orden dada se fundamenta en la legitimidad de la autoridad, y la legitimidad del acto ordenado se fundamenta en la legitimidad de la orden dada. El que obedece, puesto que actúa con la cobertura de la autoridad, no se siente responsable de las consecuencias de sus actos. Atribuye la responsabilidad a la autoridad misma. Así, la persona es capaz de renunciar a todo juicio sobre su propia conducta bajo el pretexto de obedecer órdenes de sus superiores.
“Las personas están inclinadas a aceptar las valoraciones de la acción proporcionadas por la autoridad legítima. Dicho de otra manera: aunque el sujeto sea quien realice la acción, le permite a la autoridad decidir su significación. Es esta abdicación ideológica la que constituye el fundamento cognitivo esencial de la obediencia”. (Stanley Milgram. Soumission à l’autorité, op.cit., p.181)
La persona encuentra en la sumisión una cierta seguridad, a la que tendría que renunciar si cogiera el camino escarpado de la desobediencia abierta. En primer lugar, la obediencia garantiza al individuo permanecer integrado en el grupo, en la comunidad, en la sociedad. Romper con el poder es excluirse a sí mismo de la colectividad, en la que se encuentran los medios para vivir en un relativo confort; negarse a obedecer es exponerse seguramente a sufrir todos los inconvenientes de la incomunicación y la exclusión. Por tanto, y sobre todo, sometiéndose al poder, el individuo tiene la sensación de estar protegido por la ley. Además de esto tiene, de alguna manera, la sensación de participar él mismo en el poder al que se somete. Erich Fromm escribió:
“Mi obediencia me integra en el poder que yo admiro, ese que me da una impresión de fuerza. No puedo equivocarme, puesto que el poder decide por mi; no puedo estar solo, porque él vela por mi. (…) Para desobedecer hay que tener el valor de estar solo, de equivocarse”. (Erich From. De la désobéissance et autres essais, Paris, Robert Laffont, 1983, p.17)
Por eso, romper con el poder es volver a encontrarse uno mismo sin fuerzas, solo, débil, abandonado, impotente, al menos hasta que ese poder sea suprimido, lo que puede llevar demasiado tiempo. Y nadie tiene la seguridad de sobrevivir al poder que desafía y que pretende quebrar. Sin embargo, desde el punto de vista de la exigencia moral, no puede haber ninguna duda al respecto: cuando hay un conflicto entre la exigencia de la conciencia y la obligación de un mandato, la persona debe negarse a obedecer. Y es que no es la obediencia la virtud principal de los ciudadanos, sino la responsabilidad. Puede ser que la responsabilidad invite a la obediencia, pero también puede ser, igualmente, que la responsabilidad exija desobedecer. La objeción de conciencia es, pues, la única vía que permite a la persona preservar su autonomía, su responsabilidad, su libertad y su dignidad. Que las personas no siempre tienen, por supuesto, el valor ni la fuerza para asumir el riesgo de la desobediencia, cualquiera lo puede entender. Pero cualquiera, igualmente, debe reconocer que la debilidad no es nunca una justificación.
Obligación de desobedecer las leyes injustas. ¿Cómo saber si es justa una causa?
Quien se somete a una ley injusta tiene una parte de responsabilidad en esa injusticia. Lo que permite la injusticia no es tanto la ley injusta, como la obediencia a la ley injusta. Por tanto, para denunciar y combatir la injusticia generada por la violación de un derecho, para luchar contra la injusticia de la ley, es necesario – habría que…- desobedecer la ley. La desobediencia es disidencia, no delincuencia. Quien desobedece no es insolidario con la comunidad política a la que pertenece: no se niega a ser solidario, se niega a ser cómplice. Es un honor para la democracia no tratar a los disidentes como delincuentes, no criminalizar la disidencia, sino reconocerla como expresión de libertad de los ciudadanos que pretenden ejercer plenamente sus responsabilidades cívicas. Es una grandeza de la democracia reconocer el valor cívico de la disidencia.
No es la ley la que debe dictar lo que es justo, sino que es lo que es justo lo que debe dictar la ley. Además, cuando el ciudadano estima que hay un conflicto entre la ley y la justicia, debe elegir respetar la justicia y desobedecer la ley. Lo que debe orientar el comportamiento de la ciudadanía no es lo que sea legal, sino lo que sea legítimo. Aquí se plantean varios interrogantes. ¿No es peligroso dejar a cada persona la libre interpretación sobre la legitimidad de las leyes? ¿Permitir que cualquiera tenga la libertad de actuar a su modo, no es establecer el desorden en toda la sociedad? ¿No va a bastar con que una ley moleste a una persona para que esta reivindique el derecho a desobedecerla? ¿Según qué criterios, en definitiva, puede tenerse la certeza de que una ley es injusta? A todas estas cuestiones no se puede responder de otro modo que afirmando que las personas deben asumir la total responsabilidad de sus decisiones y de sus actos. En último término, la persona no puede decidir actuar de otra forma que por medio de las luces y las exigencias de su propia razón y consciencia. Corre, ciertamente, el riesgo de equivocarse, pero este riesgo sería aún mucho mayor si eligiera conformarse con las decisiones tomadas por otros. Para tener razón hay que aceptar el riesgo de equivocarse. Elegir incondicionalmente la obediencia es elegir la irresponsabilidad.
No obstante, esto no debe dispensar de preguntarse, por último, sobre los criterios que validan una campaña de acción de desobediencia civil, que muestran que los valores planteados para justificarla están verdaderamente de acuerdo con el bien común, y que permiten, finalmente, decidir si es justa. En efecto, la probabilidad de que se equivoquen quienes desobedecen no es cero, y contra este riesgo no hay una prevención absoluta. No obstante, ya el debate suscitado por la acción de desobediencia civil en el espacio público debe crear las condiciones de un primer discernimiento. Este debate, con contradicciones, necesariamente, es la ocasión para las diferentes fuerzas vivas de la sociedad civil, especialmente para las “autoridades morales”, para discutir la validez de los argumentos planteados por las diferentes partes en conflicto. Esta confrontación de ideas, a medida que avanza la campaña, debe permitir una clarificación del interés social del conflicto. Si la causa planteada es injusta, es muy probable (221) que eso acabe manifestándose claramente y que se bloquee la dinámica de la campaña.
En relación con lo anterior, un segundo criterio de validez es el grado de movilización ciudadana que manifieste su solidaridad con la causa. Si una fuerte minoría, incluso una mayoría, expresa abiertamente su apoyo a la campaña, la probabilidad de que la causa sea justa está reforzada. En último término, el hecho mismo de que quienes toman las decisiones reconozcan las reivindicaciones planteadas, añadirá una suerte de confirmación sobre lo razonable de la campaña. Sin embargo, el fracaso de esta no probaría, de ninguna manera, que la causa defendida no fuera justa.
Superar el miedo.
De todos modos, al colocarse deliberadamente fuera de la ley, se asumen riesgos que pueden ser considerables, riesgos que intentan disuadir de infringir abiertamente la ley por pretender hacer valer sólo los intereses particulares. Por ello es razonable pensar que una persona solo se va a implicar en conflictos de desobediencia si le merece la pena, es decir, solo si el tema es muy importante, solo si, en definitiva, “es realmente muy injusto”. La acción de desobediencia es una acción difícil porque es una acción de ruptura. Experimentos como el de Milgram demuestran claramente que es mucho más probable que una persona obedezca una ley injusta que que desobedezca una ley justa. Plantear desobediencia civil exige cierto valor. Hay una inseguridad personal inherente a esta decisión. Conviene, pues, ser prudente y muy consciente de los riesgos que se afrontan: cada quien debe medir los riesgos que se toma, y tomar solo lo riesgos que pueda asumir.
De ahí la importancia de que estas acciones colectivas se articulen en torno a lo que llamaría una “comunidad”. “Hacer grupo” es una de las dimensiones esenciales de una campaña de desobediencia civil. Se trata de constituir un grupo de resistencia, una comunidad de solidaridad, donde compartir no sólo convicciones y análisis, sino también, miedos y riesgos. Asumir el riesgo de la desobediencia implica superar dificultades tanto psicológicas como sociológicas muy fuertes, que sólo el sentimiento de pertenencia a un grupo puede permitir sobrellevar.
Sobre el concepto de Desobediencia Civil
La desobediencia civil no puede definirse como una simple negativa a obedecer la ley. La idea de desobediencia es muy ambigua, y presenta muchas incertidumbres en su propio concepto. Hay que definir, pues, con el mayor rigor, las condiciones que, para los ciudadanos y ciudadanas que pretenden asumir plenamente sus responsabilidades cívicas, hacen legítima una acción de desobediencia. Exigencia moral y método de acción a la vez, la desobediencia civil debe ser definida, por tanto, desde un punto de vista conceptual y desde un punto de vista estratégico.
En Sudáfrica, cuando comienza a organizar la lucha en favor de los derechos de sus conciudadanos emigrantes, Gandhi toma prestada del idioma inglés la expresión “resistencia pasiva” para designar el método de lucha que está poniendo en marcha. “Entre los ingleses, dice, cada vez que una pequeña minoría desaprueba alguna ley nociva, en vez de rebelarse, adopta la actitud de resistencia pasiva, no sometiéndose a la ley, y afrontando los castigos por su desobediencia”. (M.K. Gandhi à l’oeuvre, Paris, Les éditions Rieder, 1934, p. 172.) Durante el desarrollo de su lucha se dio cuenta, sin embargo, de que esa expresión “daba lugar a confusión” y “había riesgo de provocar importantes malentendidos” (Ibid., págs. 169 y 171.) Posteriormente concretó más su pensamiento: “La resistencia pasiva era, a su modo de ver, el arma de los débiles, y como tal fue considerada. Pero, aunque evita la violencia, que no puede ser utilizada por los débiles, no la excluye si, a juicio de quien promueve la resistencia pasiva, las circunstancias lo exigieran. (Gandhi, Résistence non-violente, Paris, Buchet-Chaste, 8 1986, p.13.) Intentó, entonces, forjar un nuevo término para denominar su lucha y creó la palabra satyâgraha, que significa “adhesión a la verdad”. Gandhi precisa:
“En el plano político, la lucha en favor del pueblo consiste principalmente en oponerse al error que se muestra en las leyes injustas. Cuando se ha fracasado en el intento de hacer reconocer al legislador su equivocación, por medio de peticiones y métodos semejantes, el único recurso que queda, si no quieres resignarte al error, es obligarle a ceder ante ti por la fuerza física, o sufrir, tú mismo, provocando la sanción prevista por la violación de la ley. Por eso es por lo que, para la opinión pública, la satyâgraha parece corresponderse tanto con la desobediencia civil como con la resistencia civil. Una y otra son civiles, en el sentido de que no son penales, criminales.” (Gandhi. Op. cit., p.6-7)
La palabra “civil”, nos dice el Dictionnaire historique de la langue française, está tomada del latín civilis, que significa “relativo a los ciudadanos, a sus derechos, a su existencia”. El primer significado de la desobediencia civil es, pues, el de una desobediencia “ciudadana”. La desobediencia civil es un acto “cívico”. Por eso algunos ha preferido traducir la expresión inglesa civil disobedience como “desobediencia cívica” (Diversas traducciones del texto de Thoreau, Journal d’un homme libre, Walden) El mismo diccionario precisa que la palabra civilis se opone a militaris. Un segundo sentido de desobediencia civil podría ser que no es “militar”. Pero este significado es equívoco y, en definitiva, inadecuado. Ciertamente, la fórmula de la desobediencia civil no es “militar”, pero los mismos militares pueden recurrir a ella negándose a someterse a órdenes que juzguen contrarias a la deontología de su oficio, como por ejemplo las que les ordenen torturar a sus prisioneros. Por otra parte, y sobre todo, civilis se opone a penal, a criminal. En su origen la palabra “crimen” pertenece al lenguaje jurídico y califica un acto delictivo merecedor de una condena judicial. En francés tomó enseguida el significado amplio de “falta grave a la moral”. Se trata, pues, de una “acción culpable”. Se reencuentra aquí la definición que dio Gandhi: la desobediencia es civil en el sentido de que no es “criminal”, es decir, que respeta los principios, las reglas y las exigencias de la moralidad y, por tanto, de la “civilidad”. La desobediencia civil es la manera civilizada de desobedecer. En definitiva, es civil en el sentido de que no es violenta.
La violencia, sin embargo, cuando es ejercida por los ciudadanos, siempre es una desobediencia, puesto que, por principio, la ley prohíbe toda violencia que no sea la de los agentes del Estado. Este se arroga el monopolio de la violencia legal, lo que en principio no implica necesariamente que sea legítima. Pero la violencia es una desobediencia “criminal” desde el momento que infringe las reglas civiles. Para que la desobediencia pueda gozar de legitimidad democrática, es esencial que permanezca “civil”, es decir, “no-violenta”. La expresión (229) “desobediencia cívica” plantea, así, el inconveniente decisivo de hacer pasar a segundo plano el carácter “civilizado” que debe mantener toda acción de desobediencia para seguir siendo…civil. Así pues, la expresión “desobediencia civil” afirma mejor, y muy claramente, que lo que da todo su sentido a la “ciudadanía” es el “civismo”. La ciudadanía es un estado; el civismo es una virtud, una conducta. Es precisamente la virtud del ciudadano. Es significativo que algunos de entre quienes recomiendan la “desobediencia cívica” o la “desobediencia ciudadana” admitan que una y otra puedan llevar a acciones violentas. Es por eso por lo que me parece esencial mantener la expresión “desobediencia civil”, que es la misma que se encuentra tanto en las traducciones de los escritos de Gandhi y de Martín Luther King, como en los de Hannah Arendt, John Rawls, Jürgen Habermas y Ronald Dworkin.
Ley injusta y Causa justa.
Hoy, sin embargo, la palabra “crimen” ha tomado, en el uso común, el sentido de “homicidio”, “asesinato”; designa una acto condenable e inexcusable. Con todo rigor, la violencia no podría, pues, siempre ser calificada de “criminal”. Frente a una clara situación de injusticia, frente a una opresión o una agresión, algunas personas pueden estimar que deben recurrir a la violencia sin que por ello su acción sea “criminal”. Ciertamente puede resultar mortal, pero, si está al servicio de una causa justa no podría ser calificada pura y simplemente de “criminal” en el sentido que esta palabra ha tomado actualmente. Conviene, pues, definir, no dos, sino tres formas de desobediencia: la “desobediencia civil” que viola una ley injusta y quiere ser no-violenta; la “desobediencia violenta” que también viola una ley injusta, pero recurre a la violencia para defender una causa justa; y la “desobediencia criminal”, que viola una ley justa y no duda en recurrir a la violencia para defender una causa injusta.
Como en toda acción, el fin perseguido es lo primero, lo principal, prioritario frente a los medios utilizados. La desobediencia civil no es un fin en sí misma. Así, todo acto de desobediencia debe ser juzgado, en primer lugar, no en función de los medios utilizados – violentos o no violentos (no escribo aquí no-violentos con toda intención), sino en función de los fines buscados. Esto significa que la legitimidad de una desobediencia está fundada en primer lugar en el carácter injusto de la ley que viola deliberadamente. La desobediencia sólo es civil si la ley que viola es injusta. Del mismo modo esto significa que una desobediencia que viola una ley justa no es civil ni es legítima: es “criminal” en el primer sentido de esta palabra, incluso si no se expresa por medios violentos. Y pasa lo mismo con la obediencia: sólo es legítima – no es “civil”- si la ley observada es justa. La obediencia a una ley injusta puede así ser calificada de “obediencia criminal”, incluso si no implica el recurso a medios violentos.
En su libro El engaño de la violencia, también Hannah Arendt distingue entre la “desobediencia civil” y la “desobediencia criminal”. Pero a pesar de que utiliza en varias ocasiones esta última expresión, no la define con precisión. Como si eso se diera por sobreentendido, ella la asimila a toda acción delictiva por la que el ciudadano viole el pacto constitucional que, en una democracia – ella se refiere de hecho a la democracia americana- fundamenta el estado de derecho garantizando la paz pública.
“Hay una diferencia esencial entre el criminal que intenta ocultar ante todos sus actos reprehensibles y el que hace acto de desobediencia civil desafiando a las autoridades y se declara él mismo como portador de un derecho distinto” (Hannah Arendt, Du mensonge à la violence, Essais de politiqueo contemporaine, Paris, Calmann-Lévy, 1972, p. 81)
Subraya que la delincuencia común actúa únicamente en su propio interés, mientras que quien realiza un acto de desobediencia civil busca oponerse a una injusticia sin querer beneficiarse personalmente de un privilegio. En respuesta a los juristas que consideran que toda desobediencia es de naturaleza delictiva, afirma:
“Las pruebas que podrían demostrar que los actos de desobediencia civil (…) tienen tendencia a (…) llevar a la criminalidad, no sólo son insuficientes: faltan totalmente” (Ibid. P. 80)
Gandhi ha justificado la desobediencia civil no sólo como un derecho sino también como un deber de la persona libre y responsable.
“Si el ser humano se diera cuenta simplemente de que obedecer leyes injustas es contrario a su naturaleza, ninguna tiranía podría someterle. He ahí el verdadero camino de la autonomía. (…) La esclavitud de los humanos durará tanto tiempo como dure la idea supersticiosa de que podrán ser obligados a someterse a leyes injustas” (Gandhi. Su civilización y nuestra liberación… Op, cit., p.142.143.)
Gandhi lamenta que, en una parte esencial y muy a menudo decisiva, la educación repose sobre el deber de obediencia a la autoridad y condicione así, de tal modo a los niños que acaben convirtiéndose en ciudadanos sumisos e irresponsables. Acusa a los colegios “donde se les enseña a los niños a considerar la obediencia al Estado como superior a la obediencia a su conciencia, y donde son corrompidos por las falsas doctrinas sobre el patriotismo, sobre el deber de obediencia a los superiores, aunque estos sucumban fácilmente a los hechizos y privilegios corruptos del poder.” (Citado por Jean Herbert, Ce que Gandhi a vraiement dit, Paris, Stock, 1969, p. 133-134.)
Según Gandhi, el ciudadano debe juzgar en conciencia sobre la moralidad de las leyes y negarse a obedecer las que considere injustas. Afirma:
“La desobediencia civil es el derecho imprescriptible de todo ciudadano. No podría renunciar a él sin dejar de ser persona. La desobediencia civil nunca da paso a la anarquía, mientras que la desobediencia criminal sí puede llevar a ella. So pena de desaparecer, cada Estado trata de poner fin a la desobediencia criminal por la fuerza. Pero acabar con la desobediencia civil sería querer encarcelar la conciencia” (Gandhi Tous les hommes sont frères, Vie et pensé es Du Mohatma Gandhi d’après ses oeuvres, Paris, Gallimard,1969, Coll. Idées, p.235-236)
Tener razón frente a la injusticia.
La objeción de conciencia se distingue de la desobediencia civil. La primera se fundamenta en la obligación moral que lleva a una persona a negarse a obedecer una ley o una orden que juzga contraria a las exigencias de su conciencia. El objetor de conciencia tiene la convicción de que obedeciéndola se hace cómplice y, por tanto, culpable, de una injusticia específica que atenta contra la dignidad humana. En el caso de la segunda, la acción se fundamenta también sobre una convicción moral, sobre una obligación de conciencia. Para denominar al autor de tal acción se podría utilizar legítimamente la expresión “desobediente de conciencia” …Pero lo que caracteriza la desobediencia civil es el ser una acción colectiva, programada y organizada, que busca crear un equilibrio de fuerzas para ejercer sobre los poderes establecidos una presión que les obligue a restablecer el derecho. Se trata de alcanzar un objetivo político. Lo que prima en la desobediencia civil no es la motivación moral, sino el motivo político. No basta con que la acción de desobediencia civil esté justificada, sino que debe ser eficaz. Si la negativa a obedecer está inspirada solamente por la conciencia, el individuo permanece en un cara a cara consigo mismo en la intimidad de su casa. Cuando la negativa a obedecer está motivada por una razón política, el individuo es, entonces, confrontado con otros en la plaza pública.
Así, la desobediencia civil no solo expresa la protesta moral del individuo frente a una ley o decisión injusta, sino la voluntad política de una comunidad de ciudadanos que quieren ejercer su poder. (237) Aquí no se trata, pues, solo, de protestar contra la injusticia; se trata de combatirla y de obtener justicia. La principal motivación de los objetores de conciencia es tener razón contra la injusticia, mientras que el objetivo principal de los desobedientes de conciencia es tener razón frente a la injusticia. El objetor de conciencia se encuentra en una posición defensiva. Se defiende contra la agresión moral que la ley ejerce contra él. El desobediente, en cambio, él mismo promueve la ofensiva en la lucha contra la injusticia generada por la ley. Por eso, la fuerza de un movimiento de desobediencia civil está en función del número de desobedientes. En política, la fuerza de una idea no depende de su veracidad sino del número de los que la comparten. Ciertamente su veracidad le da esa fuerza de persuasión con la que convencer y movilizar a los ciudadanos, incluso hasta de la mayoría silenciosa; pero, lo más a menudo, es la fuerza del número lo que es decisivo. Así, para valorar definitivamente el buen fundamento y sentido de una acción de desobediencia civil no basta con considerar su justificación moral, conviene tener en cuenta, también, su pertinencia política y su planteamiento estratégico.
Es interesante preguntarse, aquí, cómo se posicionan, tanto los objetores como los desobedientes, en relación a los dos planteamientos éticos definidos por Máx Weber. El sociólogo alemán planteó dos éticas diferentes y opuestas: toda actividad humana “puede orientarse según la ética de la responsabilidad o según la ética de la convicción, de la creencia “. (Max Weber, le savant et le polique, Paris, Plon, Unión Générale d’éditions, coll. 10/18, 1959, p.172) El que actúa según “la ética de la responsabilidad” se responsabiliza de las consecuencias de sus actos, mientras que el partidario de la ética de la creencia sólo se sentirá “responsable” de la necesidad de mantenerse coherente con sus ideas, con su doctrina. De inmediato hay que decir que, quien desobedece una ley o una orden, claro que se preocupa de las consecuencias previsibles de su acción. Precisamente es por eso, porque si obedeciera tendría como consecuencia previsible hacerse personalmente cómplice de una injusticia, por lo que decide desobedecer. Pero no basta con decir esto. Hay que añadir aún que es preciso que quien desobedezca pueda responder de las consecuencias previsibles de su acción de desobediencia. Puede ocurrir que un objetor, totalmente preocupado por satisfacer las exigencias morales de su conciencia, se despreocupe de las consecuencias políticas de su desobediencia. En tal caso, se situaría en la lógica de la “ética de la convicción”. Pero si el objetor busca asumir las consecuencias políticas de su acción, y no sólo limitarse a su negativa, e intenta encontrar alguna otra solución al problema planteado además de lo que la ley quería imponerle, se sitúa, en ese caso, en la lógica de la “ética de la responsabilidad”. Por otro lado, varios objetores pueden unirse en una acción común para alcanzar un objetivo político. Y entonces se convierten en desobedientes.
Por la naturaleza misma de la acción colectiva en la que participa, el desobediente se sitúa de inmediato en la dinámica de la “ética de la responsabilidad”. Ciertamente, como el objetor, está motivado por convicciones a las que intenta ser fiel, pero su objetivo no es moral, es político. Su objetivo último no es no participar en una injusticia, sino acabar con ella.
Habría, en fin, un tercer modo de comportamiento que, como paradoja, se podría calificar como “ética de irresponsabilidad”. Se trata de la actitud de quien obedece la ley sin sentirse responsable de las consecuencias de su obediencia. Piensa que es su deber obedecer la ley porque “es la ley”, o también, aunque es consciente de su injusticia, obedecerla porque no tiene valor para desobedecerla. En uno y otro caso, es una muestra de irresponsabilidad.
Tipos de Ley y Formas de Desobediencia Civil.
Es importante establecer una clara distinción entre la desobediencia a la ley que obliga y la desobediencia a la ley que prohíbe. Ciertamente, la ley que obliga prohíbe desobedecerla, y la ley que prohíbe obliga a no desobedecerla. Así, en toda ley, obligación y prohibición se conjugan estrechamente. Pero lo hacen de manera diferente en uno y otro caso. Mientras que en la ley que obliga, el ciudadano está obligado a hacer lo que la ley prescribe, en la ley que prohíbe, está sólo obligado a no hacer eso que la ley le prohíbe. Así, la naturaleza de la transgresión de la ley es diferente en uno y otro caso. En el primero, desobedecer consiste en no hacer eso que la ley prescribe; en el segundo, consiste en hacer eso que la ley prohíbe.
La exigencia de la ley que obliga se presenta al ciudadano como un imperativo categórico que se le impone sin dejarle ninguna escapatoria. Llega un momento en que debe elegir, con urgencia, casi siempre, entre la obediencia y la desobediencia. No se puede esperar y posponer la decisión para más tarde. No se puede aplazar. No se puede diferir la decisión. La ley que prohíbe deja, generalmente, a las personas cierto tiempo para aceptar o rechazar su imposición. Para obedecer la ley que prohíbe, basta con no hacer nada. Frecuentemente no harán nada incluso sin haber decidido no hacer nada. No harán nada por indiferencia, por imprudencia, por descuido, por desinterés. La obediencia a la ley que prohíbe es una obediencia pasiva. La gente no hará nada en tanto no vean una razón mayor para desobedecer la ley y hacer lo que prohíbe, una razón mayor que afecte a sus derechos, a sus intereses o a los de otros.
Cuando un ciudadano viola civilmente una ley que prohíbe, pueden darse dos situaciones. Se puede violar una ley injusta que prohíbe el ejercicio de un derecho legítimo, por ejemplo, una ley que prohíba a los ciudadanos frecuentar un lugar público, por el mero hecho de pertenecer a determinada minoría étnica o religiosa. Pero también se puede violar una ley justa, por ejemplo, una ley que prohíba la ocupación de una propiedad privada. Aunque no se rechace el fundamento de esa ley, se puede decidir ir más allá de la prohibición que enuncia, para defender un bien superior. Así los ciudadanos pueden ocupar legítimamente un inmueble vacío para que vivan en él personas sin hogar.
Conviene considerar un tercer tipo de ley: la ley que permite. Es decir, la ley que ni obliga ni prohíbe. No es necesario que su permisividad esté explicitada en la ley. Basta con que no diga nada sobre cualquier cuestión que ella no prohíba. Se habla entonces de “vacío legal”. Pero, precisamente sobre esas cuestiones no contempladas, los ciudadanos pueden estimar que la ley debería intervenir, para preservar derechos o salvaguardar intereses. En este caso, la desobediencia consiste en intervenir para impedir eso que se permite y para exigir una ley que lo prohíba.
Desde esta perspectiva conviene distinguir dos formas de desobediencia civil: una directa, y otra indirecta. La primera se opone directamente a una ley injusta, con el objetivo de suprimirla o, al menos, de modificarla. La segunda consiste en oponerse indirectamente a una decisión política injusta transgrediendo una ley de la que no se pide ni la abolición ni el cambio. La desobediencia es, entonces, el medio táctico elegido para visibilizar la injusticia de la decisión tomada y para ejercer presión sobre los que deciden, para que cambien de política. Por ejemplo, la gente puede bloquear los trenes organizando una sentada en las vías, no para conseguir una modificación de la ley que prohíbe obstaculizar la circulación en la vía pública, sino para reclamar un cambio en la decisión política sobre el asunto que se esté denunciando, y que puede que no tenga nada que ver con la cuestión de los transportes. Si, justamente, hay imputados por esos delitos – y eso es verdaderamente lo que se desea -, se hará de los tribunales una tribuna para poner a la opinión pública como testigo de la justicia de su causa. Las dos formas de desobediencia, directa e indirecta, pueden utilizarse en una misma campaña.
Así, pues, puede definirse la desobediencia civil de la siguiente manera : una acción política de resistencia no-violenta, realizada por ciudadanos y ciudadanas que actúan en nombre de su libertad y de su responsabilidad, y que consiste en infringir abiertamente, deliberadamente, colectivamente, de manera organizada y programada en su duración, una ley o normativa considerada injusta, y por tanto, inmoral e ilegítima, y que busca obtener justicia creando, por una parte, por medio de la movilización de recursos de la opinión pública en el seno de la sociedad civil; y por otra, por medio de la no-cooperación con los poderes establecidos, una nueva relación de fuerzas que obligue a las autoridades a (re)establecer el derecho, cambiando o anulando la ley, promulgado una nueva o cambiando de política. En circunstancias excepcionales, frente a la marcada opresión de un régimen dictatorial, una campaña de desobediencia civil puede ponerse como objetivo la toma y el ejercicio del poder político.
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Traducción propia de parte del libro L’IMPERATIF DE DÉSOBÉISSANCE, de Jean-Marie Muller. 2017. Publicado por primera vez en 2011 por Éditions Le passager clandestine, con el título “El imperativo de desobediencia, Fundamentos filosóficos y estratégicos de la desobediencia civil». Se ha traducido parte de los capítulos “La desobediencia civil garante de la democracia” y “Sobre el concepto de desobediencia civil”, así como párrafos de la contraportada. Para Alternativas Noviolentas. JGR. Noviembre 2021.
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